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Destino DenverParque Nacional de las Montañas Rocosas: paseo en auto por la tundra salvaje

Parque Nacional de las Montañas Rocosas: paseo en auto por la tundra salvaje

Texto y fotos Javier Pinzón

No fue fácil llegar, pues nuestro punto de partida estaba al otro lado del país: en la costa este de Estados Unidos. Fue necesario realizar un largo recorrido por las monótonas planicies del centro de este enorme país y ver a través de la ventana kilómetros de pastizales, antes de llegar a Denver e iniciar nuestro ascenso hacia las montañas.

Pasamos la frontera del Parque Nacional de las Montañas Rocosas (establecido en 1915) casi terminando el atardecer y entre pinos ocasionales, en las alturas medias de las montañas, pudimos ver los suelos áridos y rocosos de este bloque montañoso. Ahora nos encontramos aquí, en medio de la penumbra, terminando de armar el campamento en el hogar de más de seiscientos ciervos, 350 ovejas de cachos grandes, alces, venados, otras cincuenta especies de mamíferos y 280 de aves, seis de anfibios y miles de insectos. Aunque no vemos nada, lo cierto es que a 2.390 metros sobre el nivel del mar no estamos solos; estamos en un mundo salvaje a solo 130 kilómetros de Denver.

Este parque, de 107.609 hectáreas, es uno de los mejores escenarios del país para tener encuentros cercanos con la mega-fauna de montaña. El plato fuerte será recorrer el Trail Ridge Road, inaugurado en 1921. Esta vía fue diseñada para disfrutar los paisajes únicos en lo más alto de las Montañas Rocosas con el mínimo impacto posible a sus frágiles ecosistemas. Dedicaremos el día entero a recorrer sus 77 kilómetros de manera pausada. Así que al amanecer preparamos las provisiones: cámara fotográfica, binoculares, agua, maní, manzanas, unos buenos emparedados, y arrancamos.

El punto de partida, el centro de visitantes Beaver Meadows, está en medio de praderas subalpinas. La carretera asciende paulatinamente mientras serpentea entre humedales y bosques de álamos (aspen, en inglés) y pinos ponderosa. Cada cierta distancia vemos estacionamientos para que los viajeros puedan dejar el auto y aprovechar los miradores ubicados a lado y lado de la vía. De la mayoría de ellos se desprenden cortos senderos que permiten penetrar el paisaje y vivir la experiencia en primer plano. Tomamos el primero de estos senderos y nos internamos bajo un bosque de pinos muy altos y tupidos, que llegan a medir hasta 35 metros, lo que nos hace sentir apenas como dos puntos bajo la inmensidad.

Volvemos al carro y continuamos montaña arriba. Muy pronto vemos cómo los pinos ponderosa, adaptados para sobrevivir a los duros inviernos y las condiciones secas, escasean cada vez más. Entramos a los bosques subalpinos de helechos y pinos del género Picea (spruce, en inglés), que marcan la altura máxima donde pueden sobrevivir los árboles: de 2.700 a 3.000 metros. A medida que subimos, estos sobrevivientes de las alturas lucen cada vez más pequeños y deformes; pareciera que el frío los va retorciendo mientras buscan protección del viento tras las rocas.

Seguimos en ascenso y sin mayor esfuerzo sobrepasamos la línea de los árboles. El horizonte se destapa y por fin veo el conjunto de ecosistemas del parque. Abajo, a los 2.300 metros de altura, se ven los valles verde limón, con lagunas y humedales, un tapete de pinos verdes crea un patrón puntiagudo en las alturas medias de las montañas, y arriba están las cimas rocosas, testigos del derretimiento glacial, uno de los ambientes más hostiles para vivir. Sin embargo esta tundra, a 3.400 metros, está llena de flores, a diferencia de los picos nevados, un poco más arriba, por encima de los 4.000 metros, que no alcanzan a derretirse en este corto verano. Aquí están algunos de los picos más altos de Estados Unidos continental.

Aunque es pleno verano, un viento frío se cuela entre mi ropa. Mis pantalones cortos y la camisilla que eran suficientes apenas hace dos horas, ya no me bastan. Debemos sacar del baúl del carro más capas para esta cebolla: pantalones largos, suéter y chaqueta rompe-vientos. A estas alturas el viento puede ser de 20 a 30 grados más frío que cuando iniciamos el recorrido. Con vestimenta apropiada tomamos un nuevo sendero y de repente en el horizonte se asoman un par de cachos: un ciervo (elk) pasa entre nosotros sin miedo alguno. Desafiamos el frío con emoción para tomarle fotos y solo después de un rato notamos que este macho alfa viene bien acompañado: del horizonte surge una enorme manada, unos cien ejemplares de hembras, juveniles y recién nacidos que se toman nuestro camino y nos rodean por todas partes sin siquiera mirarnos. El más chico de ellos descansa para tomar leche de su madre. Es el final de la tarde y estos cachudos salen del bosque en busca de los ricos pastizales de la tundra alpina. La escena salvaje tiene lugar a pocos metros de mi auto. Es el resultado de un turismo responsable, donde los visitantes se quedan en el sendero y guardan su distancia mientras la vida salvaje sigue su ritmo sin que nada los importune.

Ya hemos subido más de 1.200 metros y nos hemos detenido al menos en cinco microambientes distintos. Estos pequeños miradores a lo largo de la carretera hacen honor al Wilderness Act de 1964, que define área salvaje como “aquel lugar donde el ser humano es solo un visitante, no permanece”. Según este documento, estas praderas, bosques, picos alpinos y la tundra deben ser protegidos a perpetuidad.

Coronamos la montaña al llegar al centro de visitantes Alpine, a 3.594 metros de altura. En esta tundra fría pero soleada los colores de las flores salvajes vibran solo cuarenta días al año: crecen, florecen y mueren. El mejor lugar para verlo es el Tundra World Nature Trail un día como hoy. En apenas media hora hemos visto flores amarillas, moradas, naranjas y blancas. Estamos por encima de las nubes cuando, de pronto, de la neblina surge un par de cuernos enormes en nuestro camino. Es un macho alfa que anda solitario. Cuando iniciamos el descenso encontramos otra manada de ciervos, madres juveniles y crías que parecen puntitos móviles en este vasto paisaje de praderas verdes.

En un entorno de piedras y escondites vemos a las marmotas. Todavía están peludas, pues acaban de salir del invierno. Se llaman entre sí con silbidos mientras posan sobre dos patas; luego, corren asustadas en busca de refugio. Camuflado entre las rocas veo al culpable de tanto alboroto: un coyote que husmea el área.

A 3.000 metros de altitud encontramos el Milner Pass, división de las aguas continentales. Cuando llueve, las gotas que caen a mi derecha seguirán rumbo al río Missouri, luego al Mississippi para terminar en el Golfo de México, en el Océano Atlántico. Por el contrario, las gotas que caen a la izquierda irán al río Colorado, pasarán por el Gran Cañón y llegarán al Golfo de California, en el Océano Pacífico.

Al llegar al área de humedales vemos las represas creadas por los castores, animales que dan dinamismo a un hábitat lleno de agua, nutrientes y vida. Aunque este ecosistema solo cubre el 3% del estado de Colorado, da refugio a la mayoría de vida silvestre. Así termina nuestro plato fuerte en las Montañas Rocosas, pero aún nos queda el postre. El segundo día lo dedicaremos a lagos y cascadas ocultos en los bosques de montaña.

El día comienza temprano, debido al trabajo de los pájaros carpinteros, que escuchamos desde nuestra carpa. Ellos prefieren los bosques maduros boreales para labrar sus nidos. Después de un desayuno caliente tomamos la carretera hacia Bear Lake Road y de pronto notamos mucho movimiento entre los turistas, lo cual significa que está pasando algo interesante: una madre alce y su cría (moose) pastan tranquilamente en medio de un pequeño humedal. Los observamos en silencio para que no huyan, pero ellos se acercan a nuestro sendero ignorando nuestra presencia y el clic de las cámaras. Hubo una época en que escasearon los alces en las Rocosas, pero ahora se ven con frecuencia gracias a un buen manejo del área silvestre. Ellos son los miembros más grandes de la familia de los venados y suelen permanecer mucho tiempo en el mismo lugar, así que son fáciles de ver.

Al final dejamos el auto y tomamos el sendero de Bear Lake hacia Emerald Lake, que pasa por varios otros lagos. Cruzamos pequeños riachuelos de aguas frías y cristalinas, y tras casi un kilómetro encontramos de frente a Nymph, un hermoso lago bordeado de flores amarillas que brillan con el sol. Un kilómetro más y llegamos al Dream, el lago soñado, en donde las filosas cimas rocosas, todavía con rastros del invierno, se reflejan en el agua turquesa, creando un efecto doblemente hermoso.

Por allí vemos una curiosa liebre de las nieves (snowshoe hare) que se asoma entre la hierba. Está cambiando su atuendo blanco de invierno por uno marrón de verano. Seguimos el sendero un poco más de un kilómetro para llegar a Emerald Lake. La llegada es impresionante: frente a nosotros lucen imponentes el Hallett Peak y la montaña Flattop. Viene un tiempo de contemplación, que nunca es suficiente, hasta que escuchamos a lo lejos el sonido de una cascada que viene desde el glaciar Tyndall. En la tarde tomamos el sendero de Alberta Falls. Aunque es solo de poco más de un kilómetro, todo a nuestro alrededor es tan enorme: piedras, pinos, montañas y por supuesto la cascada, que somos apenas una pequeñez en medio de tanta inmensidad.

Durante el tercer y último día tomamos el Old Fall River Road, abierto en 1920, que fue la primera vía a la tundra alpina del parque. Nos regala los cachos más grandes que hemos visto en el parque y una impresionante vista del Fall River Cirque, lugar de nacimiento de los glaciares que forjaron estas montañas.

Ya para irnos, bajamos lentamente disfrutando cada centímetro de paisaje. Abajo, entre las flores amarillas, un grupo de venados con cachos más chicos asoma curiosamente detrás de un arbusto, uno de ellos me mira con atención, como si supiera que ya me voy, que lo recordaré y que siempre querré volver.

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