Machu Picchu: hija del sol y el tiempo
Por Josefina Barrón
Fotos: Alejandro Balaguer
Una rara orquídea crece sobre el tronco de un árbol. Un colibrí corteja. Agua discurre desde un manantial que brota en uno de los flancos de la montaña y viaja a través de los canales de piedra de la antigua ciudad inca. Este es un camino exuberante que contrasta con la geografía serrana de un poco más arriba; un camino que desciende hasta llegar a la floresta subtropical, poblada por especies endémicas y abismos insondables. A un poco más de dos mil metros sobre el nivel del mar, a más de quinientos metros de altura sobre el río que discurre por tres de sus lados, se encuentra el lugar elegido por Pachacútec, noveno inca, para levantar una ciudad sobre un paraje que parecía inaccesible, en el promontorio rocoso que une dos imponentes montañas: Huayna Picchu y Machu Picchu.
El sol debió haber sido tomado muy en cuenta en la decisión de Pachacútec, descendiente del dios sol. Machu Picchu recibe su luz todo el año y durante muchas horas del día. Su posición en las alturas debió inspirar al inca, igual que el hecho de que hubiera en la cima de la montaña una cantera de granito y sobrara el material para hacer realidad semejante empresa. No logro imaginar cuánta vida tomó levantar la ciudad de Machu Picchu, cómo debió ser para los obreros sometidos por el incario aquello de fracturar la roca, romper colosales bloques, desbastarlos hasta quedar sin aliento, darles esas formas que asombran por su precisión y belleza, bajarlos y ensamblarlos hasta completar muros perfectos sin más herramienta que otras piedras de mayor dureza. Nunca faltó la mano de obra, el trabajo de los pueblos que eran desplazados de su lugar de origen, forzados a tributar a aquel poderoso Estado que con Pachacútec experimentó su primera formidable expansión. De hecho, el Estado inca consolidaba en esta obra los conocimientos y técnicas que había asimilado a lo largo de décadas de conquista de distintos reinos y culturas. Se trató de un proceso de evolución cultural que los llevó al esplendor.
Es conocido que las ciudades incas tenían funciones rituales, religiosas, agrícolas y administrativas. Algunas teorías sostienen que el inca mandaba construirlas luego de grandes victorias militares. En el caso de Pachacútec, podía haberse tratado de la victoria definitiva contra los sanguinarios chancas en 1438. La confederación de estados chancas y los incas habían estado en pugna por el dominio del territorio durante años. Igualmente se sostiene que Pisac es el recuerdo de la victoria sobre los pinaguas. Los magníficos edificios que ostenta la ciudad de Ollantaytambo fueron construidos por Pachacútec luego de vencer a los rebeldes del lugar. Fueron los collas, desplazados desde su lugar de origen en el Titicaca, quienes aportaron su conocimiento sobre el manejo de la piedra; por eso fueron utilizados como mano de obra en esas magníficas ciudades. Los collas habían heredado el conocimiento de la cultura de la cual provenían y que había brillado en el altiplano, entre el Perú y Bolivia: Tiahuanaco. Sometidos por los incas, trabajaron largas jornadas sobre los bloques de granito que hoy conforman Machu Picchu.
Si uno se detiene a mirar los muros de piedra que los tiahuanacota s habían tallado trescientos años antes, entenderá una verdad histórica: que civilizaciones dominantes tomaron, para engrandecerse y refinarse, conocimientos de las civilizaciones que la antecedieron y que los pueblos gobernantes supieron crecer en forma y fondo aprovechando la sabiduría de pueblos gobernados.
Algo que deja atónitos a ingenieros, y uno de los aspectos que debió pesar en la decisión de considerar Machu Picchu como una de las siete nuevas maravillas del mundo moderno, fue el complejo sistema con el que cuenta la ciudad para sobrevivir a las lluvias torrenciales que esta región del Perú recibe durante más de un tercio del año y que podrían haber transformado la ciudad abruptamente en una letal masa de lodo y piedra. Pero los incas sabían bien lo que hacían. Apuntalaron la montaña con un bastión de terrazas que protegían la ciudad de posibles deslizamientos. Son cientos de terrazas, muchas ocultas debajo de la maleza que crece a los lados de la gran ciudad. Construyeron las escalinatas para alcanzar la cumbre del Huayna Picchu e, igualmente, para llegar a la cima de la montaña Machu Picchu, más alta que la primera. La vista desde la cumbre del Machu Picchu es sobrecogedora: queda la ciudad allá abajo. Parece pequeña.
Pero el agua con que se lidiaba fue también recibida con veneración. Se encargaron de construir canales y fuentes para celebrarla. Fuentes que son alimentadas por ese ojo de agua que existe en uno de los flancos de la montaña Machu Picchu. El agua dulce recibida, que podía mantener a una población de mil personas, bajaba por un acueducto de piedra finamente pulido y hacía su primera parada en los aposentos de Pachacútec, de manera que el emperador disfrutaba del agua más pura. Debió ser, también, otra de las razones por las cuales la ciudad fue erigida allí. Se trató, como todo lo inca y preincaico, de un emprendimiento que se integraba al paisaje. Esa fue la esencia de la religiosidad de los antiguos peruanos: el vínculo fe-natura. Las deidades a los que entregaron su fervor eran los fenómenos de la madre naturaleza; a ellos agradecían, temían y amaban.
Sangre dominante
Cuando apenas daban los primeros pasos en pos de su liderazgo, los incas debían ejercer la fuerza, aliarse, negociar e incluso casarse con gentes de otros señoríos cuzqueños y aledaños para ganar espacio geopolítico. Desde su llegada al Cuzco siempre estuvieron bajo constantes luchas de prevalencia, enfrentados con etnias vecinas como los ayamarcas, pinaguas, poques, huallas, tampus y lares. Cuentan las leyendas que el fundador del linaje y el considerado primer inca, Manco Cápac, caminó hasta lograr hundir su vara en la tierra más fértil de todas, que resultó ser la del Cuzco. De allí en adelante, cada uno de los trece incas haría su parte para forjar el imperio. Y cada uno de ellos tendría una panaca real, conjunto de familias formadas por la descendencia de un monarca, excluyendo de ella al heredero que lo sucedería en el mando y que formaría su propia panaca. Entonces, el jefe de la nueva panaca debía conquistar tierras y generar riqueza para los suyos. Esa motivación parece ser uno de los argumentos para el extraordinario crecimiento del Imperio incaico en tan pocas décadas.
La panaca le debía todo a su fundador. Quizá por ello la momia de aquel era venerada como en vida. Se le visitaba periódicamente, se le consultaba sobre decisiones importantes, se le tributaba con comida, hojas de coca, se le sacaba por las tierras que había ganado para su panaca durante ceremonias públicas. Puedo imaginar la panaca de Pachacútec llevando en andas a los mallqui (momia del inca y momia de su más importante esposa) por la ciudad de Machu Picchu, dejando caer los rayos del dios sol en sus cuerpos rugosos ataviados con oro y finas ropas de vicuña. Fue toda una tragedia cuando los españoles capturaron los mallqui de los más sagrados patriarcas del imperio y los destruyeron. Sabían que era una de las maneras más efectivas de arrancar de raíz los más hondos sentimientos de religiosidad inca; fue como arrancarles el corazón.
Amanece en Machu Picchu. La niebla se posa sobre la piedra. El silencio reina. El sol acaricia, pugna, acaricia, baña. Cantan los pájaros, canta el agua, cantan las briznas de hierba. El rocío se hace miel. La flor atrapa la mirada. Subo hasta la cuesta de la gran montaña que dio su nombre a la ciudad. Desde la cima, parecen perderse los suntuosos edificios entre los pliegues rocosos y la vegetación. Pero allí yace, inmensa en fondo y forma; nos sobrevivirá, como nos trasciende el alma.